El desarrollo económico trajo consigo importantes cambios sociales. El crecimiento de la renta per capita, que en 1965 alcanzó los 1000 $, permitió el nacimiento de la sociedad de consumo. Los electrodomésticos entraron en las casas de la creciente clase media; las vacaciones, incluso el “seiscientos”, estuvieron al alcance de cada vez más familias, aunque el crecimiento económico no afectó por igual a todas las clases sociales. Las costumbres se liberalizaron y se impusieron las modas y aires juveniles que llegaban a través del turismo, la emigración, el cine o la publicidad. La práctica religiosa disminuyó y el rigorismo moral se relajó con la modernización que trajo el Concilio Vaticano II. La educación mejoró y se extendió, sobre todo tras la Ley de Villar Palasí (1970).
El desarrollo económico dio lugar a importantes cambios demográficos. La mortalidad, sobre todo la infantil, se contrajo al mejorar la alimentación y la atención sanitaria. La natalidad aumentó en el clima de optimismo que vivía el país, dando lugar a un alto crecimiento natural, alcanzándose en 1975 los 34 millones de habitantes. El control de la natalidad no empezará en España hasta mediados de los 70.
La estructura de la población activa también se ve afectada por el desarrollismo. De un país agrario se pasará a otro industrial, con la consiguiente distribución de la población activa en los sectores terciario, secundario y, en último lugar, primario. En este proceso tendrán una importancia primordial los movimientos migratorios, inducidos a su vez por el desarrollo económico. La necesidad europea de una mano de obra barata y sin cualificar, llevó a unos 2 millones de españoles a emigrar a estos países, fundamentalmente Francia, Alemania y Suiza. Pero las migraciones interiores también fueron muy importantes: se concentró la población en el litoral y las zonas industriales, incluidos los nuevos polos de desarrollo. Madrid, con sus funciones administrativas y de servicios fue el primer foco de atracción, seguido de Cataluña, País Vasco y Valencia. Por el contrario, las regiones emisoras fueron Andalucía, las dos mesetas y Extremadura, seguidas de Galicia. Los desequilibrios territoriales que se venían dando desde el siglo XVIII se vieron acentuados.
Este proceso migratorio supuso un acelerado éxodo rural y, por lo tanto, dio lugar a un rápido proceso de urbanización, de manera que, en 1975, España tenía un 75% de población urbana, habiendo crecido especialmente las áreas metropolitanas de las grandes ciudades: Madrid, Barcelona, Bilbao, Sevilla, Zaragoza o Málaga. De este modo, también crecieron los problemas sociales en estos barrios que habían surgido sin planificación alguna, carentes de servicios sociales mínimos: sanitarios, educativos, zonas verdes y recreativas, formados por colmenas impersonales, cuando no por chabolas o infravivienda de autoconstrucción.
La misma sociedad española experimentó un profundo cambio en sus valores desde los años 60. La secularización de las costumbres, la liberación sexual, el consumismo, etc. llegaron con las modas europeas y la sociedad de consumo. Pero estos cambios no beneficiaron a todas las clases sociales por igual; por el contrario, el crecimiento económico acentuó las desigualdades de clase, los desequilibrios territoriales, el atraso en el campo con respecto a la ciudad y las deficiencias en los barrios más degradados de las ciudades. Aunque también hubo mejoras, como la extensión de las prestaciones sociales con la Ley de Bases de la Seguridad Social (1963); o las mejoras en el campo educativo tras la aprobación la Ley General de Educación (1970) que elaboró el ministro Villar Palasí para generalizar la enseñanza obligatoria hasta los 14 años.
La estructura social también se hizo más dinámica, aunque los mayores cambios afectaron a una clase media cuantitativamente en ascenso y compuesta fundamentalmente por profesionales y trabajadores no manuales (oficinistas, técnicos, funcionarios, etc.). En las clases bajas aumentó el número de los obreros industriales, pues la emigración afectó sobre todo a los jornaleros y obreros del campo. El aumento del salario industrial, y la elevación del nivel de vida con respecto a las actividades agrarias, permitió una mejora de las condiciones materiales de los obreros. Las clases altas eran minoritarias y fundaban su poder económico y social en su proximidad al régimen franquista al gozar de buenos contactos e influencias.
En cuanto a las mujeres, aún manteniendo una situación jurídica que las hacía dependientes del marido, dedicadas preferentemente a las labores del hogar y la maternidad, fueron incorporándose lentamente al mercado laboral, representando en 1970 tan sólo al 20% de la población activa.
Los cambios económicos y sociales vividos en los años 60 –mientras las estructuras políticas permanecían intactas- condujeron inevitablemente a la crisis del régimen que, ya en los 70, vivió un acelerado proceso de descomposición al incrementarse la fuerza de la oposición social y política, la conflictividad laboral, y aparecer el fenómeno terrorista.
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