LA GUERRA DE MARRUECOS
Varias novelas están ambientadas en la guerra de Marruecos. Entre ellas, La ruta, segunda de las que forman la trilogía autobiográfica, La forja de un rebelde, escrita por Arturo Barea y de la que rtve hizo una interesante serie en los años 90. Pinchando en la imagen puedes ir a la serie
Más reciente es la novela de Lorenzo Silva, El nombre de los nuestros (2001), ambientada en los sucesos de 1921 y conocidos como el Desastre de Anuual. El relato empieza así:
1
Sidi Dris
EL AVISO
"Todas las noches, en la oscuridad calurosa y un poco hedionda de la tienda, se oía el mismo sollozo, entrecortado y obsesivo:
—Me matan. A mí me matan aquí.
La última hornada de borregos, es decir, reclutas, había llegado a Sidi Dris con la primavera, como una ofrenda de flores tiernas que el sol de África, metal y fuego, se ocuparía de calcinar con su abrazo feroz. De todo el rebaño de espantados novatos, Pulido era el elemento más vulnerable. Lo vieron en
seguida los mandos y lo vieron también sus propios compañeros. Por la noche, cuando le entraba la angustia y caía en aquellos lloriqueos trágicos, Andreu se acercaba a su catre e intentaba consolarle:
—Coño, Pulido, que somos muchos. ¿Por qué va a tocarte a ti?
Andreu no había servido en África más tiempo que Pulido, y si miraba en el fondo de su alma, también temía quedar panza arriba en alguna barrancada de aquellos montes inhóspitos. Sin embargo, Andreu sabía que no era el lugar ni el momento para calar en semejantes honduras. A Pulido le llevaba, además,
la ventaja de haber oído antes el silbido de las balas por encima de su cabeza. La experiencia tenía tal vez un valor limitado, porque eran otras las circunstancias, y otros los que tiraban. Según los veteranos, los moros tenían bastante mejor puntería que los guardias que habían disparado contra Andreu en las calles de Barcelona. Pero eso no menguaba el convencimiento supersticioso que en el curso de aquellos combates callejeros había convertido en su fe más inquebrantable: por más carne que hicieran las balas, siempre serían otros los que cayeran.
Trataba de inculcarle su fe a Pulido, sin ningún resultado. Nadie cree lo que quiere, sino lo que puede, y Pulido sólo podía creer en la muerte que le rondaba. Se cubría la cara con las manos y repetía:
—Que te lo digo yo. Que yo sé que no vuelvo a mi pueblo.
—No es para tanto, hombre —le afeó una noche Andreu, probando a quitarle importancia—. Ahí fuera apenas hay un puñado de moros muertos de hambre. No han hecho más que correr desde el principio de la ofensiva.
Al oír aquello, Pulido contuvo un poco su llanto. Incluso él, que era frágil y temeroso, encontraba algún aliento en aquella simpleza de considerarse superior al enemigo. Era un hecho que las tropas invasoras, a las que pertenecían, habían ganado siempre la partida hasta entonces. Pero Andreu, aunque lo usara para calmar a Pulido, distaba de compartir aquel triunfalismo. Se limitaba a repetir lo que afirmaban los oficiales y el Comandante General, el hombre que los había conducido hasta el corazón de las montañas. Según los rumores, el Comandante General soñaba desde hacía meses con una bahía que había al oeste, y tanto había llegado a obsesionarle que estaba resuelto a conquistarla antes de que las primeras lluvias del otoño enlodaran los caminos. Lo malo era que en aquella bahía, por lo que contaban, vivían las tribus más hostiles. Y si eso era cierto, pensaba Andreu, la conquista no podía dejar de tener alguna complicación.
Hasta la línea que en aquellas fechas constituía el frente, el avance había sido un paseo militar. Pulido y Andreu, que se habían incorporado a la guarnición de Sidi Dris cuando la posición ya llevaba un tiempo establecida, apenas habían llegado a oír algunos tiros sueltos a lo lejos. Pero Andreu temía que aquel
tiempo de gracia tocaba a su fin. Lo que las especulaciones sobre nuevos avances significaban era que pronto, quizá antes del verano, se verían forzados a entrar en combate. La idea, que en cierto modo justificaba el pánico de Pulido, se antojaba irreal a la mayoría de los que vegetaban en el sopor de Sidi Dris. Era ésta una posición asomada al mar, sobre un acantilado que por la mañana daba a un brumoso horizonte azul. Por la noche se oía el batir de las olas en la playa angosta, y al arrullo de aquel rumor constante se dormían pesadamente los soldados. Cuando la madrugada ya estaba avanzada, sólo velaban los centinelas, con un ojo en la negrura del mar y otro en los montes tras los que aguardaba el enemigo invisible. Incluso Pulido acababa durmiéndose, aunque en sueños seguía murmurando:
—Que me van a matar, madre mía, que yo no vuelvo.
Algunas veces, Andreu, que tenía el sueño liviano, se despertaba con esta letanía. A esas horas estaba demasiado cansado y evitaba levantarse. Para no escuchar a Pulido se tapaba los oídos con las manos.
Algún otro ocupante de la tienda, menos sufrido, juraba con voz pastosa:
—Joder, que alguien le cierre la boca a ese cenizo.
Y otro, probablemente un veterano:
—A ver si vienen a matarlo de una puta vez.
La segunda noche de junio no sonaron los quejidos de Pulido en la oscuridad un poco apestosa de la tienda. Esa noche, Pulido era uno de los centinelas que tenían un ojo puesto en el mar y el otro en la sombra silenciosa de las montañas. Por la tarde se habían oído tiros lejanos y cañonazos hacia el interior.
Según los oficiales se trataba de alguna operación de limpieza sin mayor importancia, pero eso ya era bastante para aterrar a Pulido y es posible que él mirase hacia el mar menos que los otros. Quizá sólo se distrajo unos segundos, los suficientes. La segunda noche de junio, que se presentó despejada y fatídica, a Pulido le degollaron de un solo tajo de gumía, en su puesto de centinela. Lo hizo un moro sarmentoso y flaco, al que Andreu tumbó con un tiro de su máuser cuando ya iba a degollarle a él, después de haber acabado con su compañero. Andreu cubría el puesto del sudoeste y vio de milagro venir al moro, con el tiempo justo para cargar y apuntarle. La detonación despertó a todo el campamento. Otros centinelas, asustados, dispararon contra las sombras. En un par de minutos la posición de Sidi Dris era un hervidero de hombres somnolientos que se abalanzaban al parapeto con las cartucheras mal abrochadas y tropezando con sus fusiles. Á los sargentos les costó organizar a los aturullados pelotones, y se oyó a los oficiales gritar «¡Alto el fuego!» una y otra vez. Pasó un rato antes de que la orden surtiera efecto en los más nerviosos, los que seguían tirando a ciegas contra cualquier movimiento que creían adivinar entre las peñas.
Un denso silencio, impregnado de pólvora, se adueñó de la posición. Cuando el último de los soldados dejó de disparar, sólo la noche muda rodeaba a los hombres de Sidi Dris. Era como si aquella quietud se burlara de su terror. Andreu dio la novedad al teniente, que fue hacia él con la guerrera abierta y su pequeña pistola del nueve corto en la mano.
—Le he visto por poco, mi teniente, pero venía por mí. Si no hago fuego, ahora estaría yo en su lugar.
Traía la gumía manchada de sangre.
Un cabo llegó a la carrera. Dio la noticia, jadeando: —El centinela del puesto sur ha caído. Degollado, mi teniente.
Andreu sabía quién era el centinela del puesto sur. Los integrantes del turno se habían distribuido los puestos, y el propio Andreu había arreglado el reparto para que a Pulido le tocara aquél, que todos consideraban el más protegido. Un temblor le recorrió las piernas, pero hubo de sofocarlo para cuadrarse ante el comandante, que en ese momento hizo su aparición. El teniente se cuadró también y resumió los hechos:
—Un ataque, mi comandante. Hay una baja, el centinela del puesto sur. El centinela del puesto sudoeste ha abatido al atacante".
El autor, Lorenzo Silva, escribe en su blog sobre la obra, y ha dejado unas fotografías de la zona en la actualidad:
EL PROTECTORADO SOBRE MARRUECOS
“Y también gracias a Félix me enteré de la función de mis compatriotas españoles en aquella tierra lejana. Supe que España llevaba ejerciendo su protectorado sobre Marruecos desde 1912, unos años después de firmar con Francia el Tratado de Algeciras por el que, como suele pasar a los parientes pobres, frente a los franceses ricos a la patria hispana le había correspondido la peor parte del país, la menos próspera, la más indeseable. La chuleta de África, le decían. España buscaba allí varias cosas: revivir el sueño imperial, participar en el reparto del festín colonial africano entre las naciones europeas aunque fuera con las migajas que las grandes potencias le concedieron; aspirar a llegar al tobillo de Francia e Inglaterra una vez que Cuba y Filipinas se nos habían ido de las manos y la piel de toro era tan pobre como una cucaracha. No fue fácil afianzar el control sobre Marruecos aunque la zona asignada en el Tratado de Algeciras fuera pequeña, la población nativa escasa y la tierra áspera y pobre. Costó rechazos y revueltas internas en España, y miles de muertos españoles y africanos en la locura sangrienta de la brutal guerra del Rif. Sin embargo, lo consiguieron: tomaron mando y casi veinticinco años después del establecimiento oficial del Protectorado, doblegada ya toda resistencia interna, allí seguían mis compatriotas, con su capital firmemente asentada y sin parar de crecer. Militares de todo escalafón, funcionarios de correos, aduanas y obras públicas, interventores, empleados de banca. Empresarios y matronas, maestros, boticarios, juristas y dependientes. Comerciantes, albañiles. Médicos y monjas, limpiabotas, cantineros. Familias enteras que atraían a otras familias al reclamo de buenos sueldos y un futuro por construir en convivencia con otras culturas y religiones. Y yo entre ellos, una más. A cambio de su impuesta presencia a lo largo de un cuarto de siglo, España había proporcionado a Marruecos avances en equipamientos, sanidad y obras, y los primeros pasos hacia una moderada mejora de la explotación agrícola. Y una escuela de artes y oficios tradicionales. Y todo aquello que los nativos pudieran obtener de beneficio en las actividades destinadas a satisfacer a la población colonizadora: el tendido eléctrico, el agua potable, escuelas y academias, comercios, el transporte público, dispensarios y hospitales, el tren que unía Tetuán con Ceuta, el que aún llevaba a la playa de Río Martín. España de Marruecos, en términos materiales, había conseguido muy poco: apenas había recursos que explotar. En términos humanos y en los últimos tiempos, sin embargo, sí había obtenido algo importante para uno de los dos bandos de la contienda civil: miles de soldados de las fuerzas indígenas marroquíes que en aquellos días luchaban como fieras al otro lado del Estrecho por la causa ajena del ejército sublevado”.
“Y también gracias a Félix me enteré de la función de mis compatriotas españoles en aquella tierra lejana. Supe que España llevaba ejerciendo su protectorado sobre Marruecos desde 1912, unos años después de firmar con Francia el Tratado de Algeciras por el que, como suele pasar a los parientes pobres, frente a los franceses ricos a la patria hispana le había correspondido la peor parte del país, la menos próspera, la más indeseable. La chuleta de África, le decían. España buscaba allí varias cosas: revivir el sueño imperial, participar en el reparto del festín colonial africano entre las naciones europeas aunque fuera con las migajas que las grandes potencias le concedieron; aspirar a llegar al tobillo de Francia e Inglaterra una vez que Cuba y Filipinas se nos habían ido de las manos y la piel de toro era tan pobre como una cucaracha. No fue fácil afianzar el control sobre Marruecos aunque la zona asignada en el Tratado de Algeciras fuera pequeña, la población nativa escasa y la tierra áspera y pobre. Costó rechazos y revueltas internas en España, y miles de muertos españoles y africanos en la locura sangrienta de la brutal guerra del Rif. Sin embargo, lo consiguieron: tomaron mando y casi veinticinco años después del establecimiento oficial del Protectorado, doblegada ya toda resistencia interna, allí seguían mis compatriotas, con su capital firmemente asentada y sin parar de crecer. Militares de todo escalafón, funcionarios de correos, aduanas y obras públicas, interventores, empleados de banca. Empresarios y matronas, maestros, boticarios, juristas y dependientes. Comerciantes, albañiles. Médicos y monjas, limpiabotas, cantineros. Familias enteras que atraían a otras familias al reclamo de buenos sueldos y un futuro por construir en convivencia con otras culturas y religiones. Y yo entre ellos, una más. A cambio de su impuesta presencia a lo largo de un cuarto de siglo, España había proporcionado a Marruecos avances en equipamientos, sanidad y obras, y los primeros pasos hacia una moderada mejora de la explotación agrícola. Y una escuela de artes y oficios tradicionales. Y todo aquello que los nativos pudieran obtener de beneficio en las actividades destinadas a satisfacer a la población colonizadora: el tendido eléctrico, el agua potable, escuelas y academias, comercios, el transporte público, dispensarios y hospitales, el tren que unía Tetuán con Ceuta, el que aún llevaba a la playa de Río Martín. España de Marruecos, en términos materiales, había conseguido muy poco: apenas había recursos que explotar. En términos humanos y en los últimos tiempos, sin embargo, sí había obtenido algo importante para uno de los dos bandos de la contienda civil: miles de soldados de las fuerzas indígenas marroquíes que en aquellos días luchaban como fieras al otro lado del Estrecho por la causa ajena del ejército sublevado”.
María Dueñas. El Tiempo entre costuras. Ed. Temas de Hoy. 2009
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