24/5/15

La Transición en la literatura

Javier Marías ha situado su última novela, Así empieza lo malo (2014), en la Transición.  Al margen de gustos personales -confieso mi debilidad por la obra de Marías, tan personal, inconfundible- y del contenido de la propia novela, en sus páginas hay una descripción de la Transición con la que se pueden sentir identificadas muchas personas. Javier Marías fue testigo del periodo, algo sabrá de lo que pasó. Os dejo unas páginas. Como siempre, recomiendo la lectura de la novela:

ASÍ EMPIEZA LO MALO
(Descripción de la Transición)


Portada de Así empieza lo malo"Gobernaba Adolfo Suárez, el primer Presidente salido de unas elecciones tras un periodo de cuarenta años, Franco había muerto hacía cuatro o cinco. Por un lado se lo había arrumbado en seguida y se lo veía como a un ser antediluviano, a los seis meses la gente más dada a reflexionar se quedaba pasmada de que hubiera transcurrido tan escaso tiempo, porque se tenía la sensación de que hacía siglos de su desaparición. No era sólo que una parte del país la hubiera ansiado y esperado y anticipado tanto, y que en bastantes aspectos —en los posibles— la sociedad hubiera empezado a actuar desde mucho antes como si se hubiera producido ya, sino que a increíble velocidad se hizo patente, hasta para sus partidarios, el clamoroso anacronismo que era y lo muy de sobra que estaban él, su dictadura y su Iglesia, a la que había entregado poder y beneficios ilimitados. Por otro lado, sin embargo, se sabía que su régimen se había retirado inverosímilmente sin apenas rechistar (se dijo en la época que se había hecho el harakiri), obedeciendo la voluntad del Rey, y que por ello la democracia se nos había otorgado. No la habíamos implantado, desde luego, porque ni siquiera habría estado en nuestra mano intentarlo sin un nuevo y desparejo derramamiento de sangres híbridas y confusas y de seguro y desastroso final; aunque eso sí, de libertades, sin tardanza nos animamos a pedir más y más. Pero en aquellos años éramos conscientes de que todo pendía de un hilo, de que lo concedido es revocable siempre, de que los suicidados podían pensárselo mejor y decidir resucitar y volver, de que tenían de su lado a la mayor parte de un Ejército aún franquista hasta la médula, y de que éste seguía en posesión de las únicas armas de la nación.
Una de las condiciones para aquel otorgamiento y aquel harakiri tan sorprendente había sido, en una frase: ‘Nadie pida cuentas a nadie’. Ni de los ya muy distantes desmanes y crímenes de la Guerra, cometidos por ambos bandos en el frente y en la retaguardia, ni de los infinitamente más cercanos de la dictadura, cometidos por uno solo en su inmensa retaguardia punitiva y rencorosa a lo largo de treinta y seis años de barra libre para sus esbirros y de mortificación y silencio para los demás. Aunque no era equitativa —a los perdedores ya se les habían pedido todas las cuentas con creces, reales e imaginarias—, todo el mundo aceptó la condición, no sólo porque era la única forma de que la transición de un sistema a otro se desarrollara más o menos en paz, sino porque los más damnificados no tenían alternativa, no estaban en situación de exigir. La promesa de un país normal, con elecciones cada cuatro años, con todos los partidos legalizados y una nueva Constitución aprobada por la mayoría, sin censura —era de suponer que con divorcio pronto—, con sindicatos y libertad de expresión y de prensa, sin obispos interviniendo en las leyes, pudo mucho más que la vieja búsqueda de desagravio o el afán de reparación. Tanto se los había aplazado, y con tan poca fe en su llegada, que se habían deshilachado en el eterno trayecto que no avanza de la espera que no espera nada. Los muertos estaban muertos y no iban a regresar; los que habían pasado años de prisión injusta habían perdido esos años y no los iban a recuperar; los sometidos dejarían de estarlo; los presos políticos serían amnistiados y saldrían a la calle con sus antecedentes borrados; los exiliados podrían envejecer y morir aquí; ya no se podría detener ni condenar a nadie con arbitrariedad; a los tiranos se los podría castigar no votándolos, echándolos así de sus cargos y privándolos de sus privilegios, o al menos de algunos de ellos. Tan tentador era el futuro que valía la pena sepultar el pasado, el antiguo y el reciente, sobre todo si ese pasado amenazaba con estropear aquel futuro tan bueno en comparación. Mucha gente hoy lo ha olvidado o lo ignora porque no recuerda o ni siquiera concibe lo que es una dictadura, en qué consiste, pero, viniendo de la que veníamos, aquel horizonte nos parecía un sueño al que nos costaba dar crédito, y la sensación predominante era de alivio y de ser en verdad afortunados: íbamos a librarnos de un régimen totalitario sin pasar por otra carnicería, y podríamos contar al fin la primera, la que sí tuvo lugar, como fue en realidad.
                Y así se hizo, se empezó a contar a grandes rasgos, históricamente, pero no tanto en los detalles, personal o individualmente. La condición había sido aceptada y se cumplió a rajatabla, tal vez con exageración. A nadie se intentó llevar a juicio, en virtud de la amnistía general decretada, y a buen seguro eso nos salvó de enfrentamientos, de acusaciones interminables y acerbas y del siempre posible retorno de los harakirizados, aunque cada día que transcurría los arrinconaba un poco más en un territorio fantasmal del que, cuando se quiere uno dar cuenta, resulta ya imposible salir. Era impensable que en aquellos años, por tanto, se denunciara a nadie por lo que había hecho durante la dictadura o la Guerra. Que no se pidieran cuentas ante la justicia implicaba también un pacto social, era como decirnos unos a otros: ‘Bien está, dejémoslo estar. Si para que el país sea normal y no volvamos a matarnos es necesario que nadie pague, hagamos trizas las facturas y comencemos otra vez. El precio es asumible, porque al fin y al cabo tendremos a cambio, si no el país que quisimos tener, uno que se le parecerá. O eso procuraremos, sin violencia, sin prohibiciones y sin levantarnos en armas contra el que lo consiga en buena lid’. Fueron años de optimismo y generosidad e ilusión, y a mí no me cabe duda de que fue lo mejor que entonces se pudo acordar.
                Pero hubo algo extraño: aquel pacto social se interiorizó de tal modo que la condición establecida acabó por cumplirse con un exceso de escrupulosidad, y se hizo extensiva al contar. Una cosa acertada y sensata era que no nos enzarzáramos en los tribunales, que éstos no se llenaran de causas hirientes que habrían impedido la convivencia y nos habrían llevado a terminar muy mal. Otra, que no pudiéramos saber, que no pudiéramos contar. Y sin embargo la mayor parte de la gente optó por eso, por seguir callada, desde luego en público pero casi también en privado. Además, había aún cierto estoicismo, cierto pudor, no habían llegado los tiempos —todavía perduran— en que todo el mundo vio las ventajas de figurar como víctima y se dedicó a quejarse y a sacar provecho de sus sufrimientos o de los de sus antepasados de clase o sexo, ideología o región, fueran reales o imaginarios. Había un sentido de la elegancia que desaconsejaba alardear de los padecimientos y las persecuciones, e invitaba a guardar silencio a los más perjudicados. Esta actitud se vio tan sólo alterada cuando algunos individuos notables que habían apoyado a Franco en uno u otro periodo —al principio, cuando la represión era más feroz, o en el medio o al final— forzaron su suerte y, no contentos con su impunidad, con que ni siquiera se les hicieran reproches y se los dejara vivir con sus prebendas intactas en paz, empezaron a forjarse biografías ilusorias, a presumir de demócratas desde la época ateniense y a proclamar que su antifranquismo venía de antiguo, cuando no de siempre. Se ampararon en la ignorancia de los más jóvenes —y en la general— y en la discreción de los que más sabían de su edad. Un novelista declaraba en un diario que el inicio de la Guerra lo había pillado en Galicia, zona franquista, y que por eso no le había quedado más remedio que combatir con su ejército, pero que, de haberlo pillado en Madrid, habría podido defender a la República, su gran deseo de entonces. Quienes lo conocían sabían que justamente este había sido el caso, que la Guerra lo había sorprendido en Madrid, y que había hecho lo indecible por escapar de la capital y llegar a Galicia para allí unirse al bando del que renegaba ahora con tanto aplomo. Un historiador se jactaba de sus ‘años de exilio en París’, cuando esos años los había pasado nada menos que con un cargo en la embajada española, representando a Franco, claro está. Otro intelectual se permitía sacar asimismo a colación su ‘exilio forzoso’, el cual había consistido en un lucrativo contrato con una Universidad norteamericana para un par de cursos en los comparativamente plácidos años sesenta —nadie se exiliaba que hubiera aguantado lo peor—, tras haberse beneficiado en los anteriores más duros de los numerosos favores con que lo había recompensado el régimen por su condición de falangista y adepto y adulador. Y así demasiados casos más.
                Estas falsas afirmaciones y negaciones, estas invenciones y presunciones resultaron irritantes para quienes de verdad se habían opuesto o habían rehusado colaborar, lo habían pasado mal durante décadas y estaban más o menos al tanto del papel desempeñado por cada cual. Es decir, para la poca gente con conocimiento y memoria a la que no se podía engañar. A la mayoría sí se podía y de hecho se la engañó, porque nadie enviaba una carta a la prensa o a la televisión desmintiendo a aquellos figurones que, en vez de darse con un canto en los dientes por lo bien que habían salido librados tras la instauración de la democracia, no tenían empacho en fraguar fábulas y colgarse inexistentes medallas, en fabricarse un conveniente pedigrí. Los individuos sabedores estaban acostumbrados a perder y callar. Para ellos pesaba en exceso la condición aceptada, el pacto social alcanzado; pesaban también la desestimación de la revancha y la aversión a delatar. Así que las mentiras de los antiguos franquistas se dejaron correr y siguió sin contarse nada personal en público, o casi sólo se oyeron las falacias de estos desahogados. Tanto se envalentonaron éstos, sin embargo, y tan lejos fueron en su desfachatez, que poco a poco eso llevó a cada vez más enterados a reaccionar en privado —cuántas mesura y paciencia hubo, cuántas sigue habiendo hoy— y a referir lo que sabían, lo que habían hecho o dicho o escrito unos y otros, cuáles habían sido los comportamientos durante la Guerra y la dictadura, que ahora miles de personas, o incluso centenares de miles, se esmeraban por esconder, embellecer o eliminar. Eran muchas apoyándose como para que no triunfara la labor de ocultación y atavío: yo te avalo y tú me avalas, yo callo por ti y tú callas por mí, yo te adorno y tú a mí. Y pensé que algún murmullo de esa clase, de los que se resistían a la farsa y relataban la verdad —atenuado, discreto, soltado sólo en familia o en reuniones y cenas de amigos, o en la intimidad aún mayor de la almohada—, sería lo que habría llegado recientemente a los oídos de Muriel."

JAVIER MARÍAS.        Así empieza lo malo.             Alfaguara. 2014.



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