Javier Marías ha situado su última novela, Así empieza lo malo (2014), en la Transición. Al margen de gustos personales -confieso mi debilidad por la obra de Marías, tan personal, inconfundible- y del contenido de la propia novela, en sus páginas hay una descripción de la Transición con la que se pueden sentir identificadas muchas personas. Javier Marías fue testigo del periodo, algo sabrá de lo que pasó. Os dejo unas páginas. Como siempre, recomiendo la lectura de la novela:
ASÍ EMPIEZA LO MALO
(Descripción de la Transición)
"Gobernaba Adolfo Suárez, el primer Presidente salido
de unas elecciones tras un periodo de cuarenta años, Franco había muerto hacía
cuatro o cinco. Por un lado se lo había arrumbado en seguida y se lo veía como
a un ser antediluviano, a los seis meses la gente más dada a reflexionar se
quedaba pasmada de que hubiera transcurrido tan escaso tiempo, porque se tenía
la sensación de que hacía siglos de su desaparición. No era sólo que una parte
del país la hubiera ansiado y esperado y anticipado tanto, y que en bastantes
aspectos —en los posibles— la sociedad hubiera empezado a actuar desde mucho
antes como si se hubiera producido ya, sino que a increíble velocidad se hizo
patente, hasta para sus partidarios, el clamoroso anacronismo que era y lo muy
de sobra que estaban él, su dictadura y su Iglesia, a la que había entregado
poder y beneficios ilimitados. Por otro lado, sin embargo, se sabía que su
régimen se había retirado inverosímilmente sin apenas rechistar (se dijo en la
época que se había hecho el harakiri),
obedeciendo la voluntad del Rey, y que por ello la democracia se nos había
otorgado. No la habíamos implantado, desde luego, porque ni siquiera habría
estado en nuestra mano intentarlo sin un nuevo y desparejo derramamiento de
sangres híbridas y confusas y de seguro y desastroso final; aunque eso sí, de
libertades, sin tardanza nos animamos a pedir más y más. Pero en aquellos años
éramos conscientes de que todo pendía de un hilo, de que lo concedido es
revocable siempre, de que los suicidados podían pensárselo mejor y decidir
resucitar y volver, de que tenían de su lado a la mayor parte de un Ejército
aún franquista hasta la médula, y de que éste seguía en posesión de las únicas
armas de la nación.
Una de las
condiciones para aquel otorgamiento y aquel harakiri
tan sorprendente había sido, en una frase: ‘Nadie pida cuentas a nadie’. Ni de
los ya muy distantes desmanes y crímenes de la Guerra, cometidos por ambos
bandos en el frente y en la retaguardia, ni de los infinitamente más cercanos
de la dictadura, cometidos por uno solo en su inmensa retaguardia punitiva y
rencorosa a lo largo de treinta y seis años de barra libre para sus esbirros y
de mortificación y silencio para los demás. Aunque no era equitativa —a los
perdedores ya se les habían pedido todas las cuentas con creces, reales e
imaginarias—, todo el mundo aceptó la condición, no sólo porque era la única
forma de que la transición de un sistema a otro se desarrollara más o menos en
paz, sino porque los más damnificados no tenían alternativa, no estaban en
situación de exigir. La promesa de un país normal, con elecciones cada cuatro
años, con todos los partidos legalizados y una nueva Constitución aprobada por
la mayoría, sin censura —era de suponer que con divorcio pronto—, con
sindicatos y libertad de expresión y de prensa, sin obispos interviniendo en
las leyes, pudo mucho más que la vieja búsqueda de desagravio o el afán de
reparación. Tanto se los había aplazado, y con tan poca fe en su llegada, que
se habían deshilachado en el eterno trayecto que no avanza de la espera que no
espera nada. Los muertos estaban muertos y no iban a regresar; los que habían
pasado años de prisión injusta habían perdido esos años y no los iban a
recuperar; los sometidos dejarían de estarlo; los presos políticos serían amnistiados
y saldrían a la calle con sus antecedentes borrados; los exiliados podrían
envejecer y morir aquí; ya no se podría detener ni condenar a nadie con
arbitrariedad; a los tiranos se los podría castigar no votándolos, echándolos
así de sus cargos y privándolos de sus privilegios, o al menos de algunos de
ellos. Tan tentador era el futuro que valía la pena sepultar el pasado, el
antiguo y el reciente, sobre todo si ese pasado amenazaba con estropear aquel
futuro tan bueno en comparación. Mucha gente hoy lo ha olvidado o lo ignora
porque no recuerda o ni siquiera concibe lo que es una dictadura, en qué
consiste, pero, viniendo de la que veníamos, aquel horizonte nos parecía un
sueño al que nos costaba dar crédito, y la sensación predominante era de alivio
y de ser en verdad afortunados: íbamos a librarnos de un régimen totalitario
sin pasar por otra carnicería, y podríamos contar al fin la primera, la que sí
tuvo lugar, como fue en realidad.
Y así se hizo, se empezó a
contar a grandes rasgos, históricamente, pero no tanto en los detalles,
personal o individualmente. La condición había sido aceptada y se cumplió a
rajatabla, tal vez con exageración. A nadie se intentó llevar a juicio, en
virtud de la amnistía general decretada, y a buen seguro eso nos salvó de
enfrentamientos, de acusaciones interminables y acerbas y del siempre posible
retorno de los harakirizados, aunque cada día que transcurría los arrinconaba
un poco más en un territorio fantasmal del que, cuando se quiere uno dar
cuenta, resulta ya imposible salir. Era impensable que en aquellos años, por
tanto, se denunciara a nadie por lo que había hecho durante la dictadura o la
Guerra. Que no se pidieran cuentas ante la justicia implicaba también un pacto
social, era como decirnos unos a otros: ‘Bien está, dejémoslo estar. Si para
que el país sea normal y no volvamos a matarnos es necesario que nadie pague,
hagamos trizas las facturas y comencemos otra vez. El precio es asumible,
porque al fin y al cabo tendremos a cambio, si no el país que quisimos tener,
uno que se le parecerá. O eso procuraremos, sin violencia, sin prohibiciones y
sin levantarnos en armas contra el que lo consiga en buena lid’. Fueron años de
optimismo y generosidad e ilusión, y a mí no me cabe duda de que fue lo mejor
que entonces se pudo acordar.
Pero hubo algo
extraño: aquel pacto social se interiorizó de tal modo que la condición
establecida acabó por cumplirse con un exceso de escrupulosidad, y se hizo
extensiva al contar. Una cosa acertada y sensata era que no nos enzarzáramos en
los tribunales, que éstos no se llenaran de causas hirientes que habrían
impedido la convivencia y nos habrían llevado a terminar muy mal. Otra, que no
pudiéramos saber, que no pudiéramos contar. Y sin embargo la mayor parte de la
gente optó por eso, por seguir callada, desde luego en público pero casi
también en privado. Además, había aún cierto estoicismo, cierto pudor, no
habían llegado los tiempos —todavía perduran— en que todo el mundo vio las
ventajas de figurar como víctima y se dedicó a quejarse y a sacar provecho de
sus sufrimientos o de los de sus antepasados de clase o sexo, ideología o
región, fueran reales o imaginarios. Había un sentido de la elegancia que
desaconsejaba alardear de los padecimientos y las persecuciones, e invitaba a
guardar silencio a los más perjudicados. Esta actitud se vio tan sólo alterada
cuando algunos individuos notables que habían apoyado a Franco en uno u otro
periodo —al principio, cuando la represión era más feroz, o en el medio o al
final— forzaron su suerte y, no contentos con su impunidad, con que ni siquiera
se les hicieran reproches y se los dejara vivir con sus prebendas intactas en
paz, empezaron a forjarse biografías ilusorias, a presumir de demócratas desde
la época ateniense y a proclamar que su antifranquismo venía de antiguo, cuando
no de siempre. Se ampararon en la ignorancia de los más jóvenes —y en la
general— y en la discreción de los que más sabían de su edad. Un novelista
declaraba en un diario que el inicio de la Guerra lo había pillado en Galicia,
zona franquista, y que por eso no le había quedado más remedio que combatir con
su ejército, pero que, de haberlo pillado en Madrid, habría podido defender a
la República, su gran deseo de entonces. Quienes lo conocían sabían que
justamente este había sido el caso, que la Guerra lo había sorprendido en
Madrid, y que había hecho lo indecible por escapar de la capital y llegar a
Galicia para allí unirse al bando del que renegaba ahora con tanto aplomo. Un
historiador se jactaba de sus ‘años de exilio en París’, cuando esos años los
había pasado nada menos que con un cargo en la embajada española, representando
a Franco, claro está. Otro intelectual se permitía sacar asimismo a colación su
‘exilio forzoso’, el cual había consistido en un lucrativo contrato con una
Universidad norteamericana para un par de cursos en los comparativamente
plácidos años sesenta —nadie se exiliaba que hubiera aguantado lo peor—, tras
haberse beneficiado en los anteriores más duros de los numerosos favores con
que lo había recompensado el régimen por su condición de falangista y adepto y
adulador. Y así demasiados casos más.
Estas falsas afirmaciones y
negaciones, estas invenciones y presunciones resultaron irritantes para quienes
de verdad se habían opuesto o habían rehusado colaborar, lo habían pasado mal
durante décadas y estaban más o menos al tanto del papel desempeñado por cada
cual. Es decir, para la poca gente con conocimiento y memoria a la que no se
podía engañar. A la mayoría sí se podía y de hecho se la engañó, porque nadie
enviaba una carta a la prensa o a la televisión desmintiendo a aquellos
figurones que, en vez de darse con un canto en los dientes por lo bien que
habían salido librados tras la instauración de la democracia, no tenían empacho
en fraguar fábulas y colgarse inexistentes medallas, en fabricarse un
conveniente pedigrí. Los individuos sabedores estaban acostumbrados a perder y
callar. Para ellos pesaba en exceso la condición aceptada, el pacto social
alcanzado; pesaban también la desestimación de la revancha y la aversión a
delatar. Así que las mentiras de los antiguos franquistas se dejaron correr y
siguió sin contarse nada personal en público, o casi sólo se oyeron las
falacias de estos desahogados. Tanto se envalentonaron éstos, sin embargo, y
tan lejos fueron en su desfachatez, que poco a poco eso llevó a cada vez más
enterados a reaccionar en privado —cuántas mesura y paciencia hubo, cuántas
sigue habiendo hoy— y a referir lo que sabían, lo que habían hecho o dicho o
escrito unos y otros, cuáles habían sido los comportamientos durante la Guerra
y la dictadura, que ahora miles de personas, o incluso centenares de miles, se
esmeraban por esconder, embellecer o eliminar. Eran muchas apoyándose como para
que no triunfara la labor de ocultación y atavío: yo te avalo y tú me avalas,
yo callo por ti y tú callas por mí, yo te adorno y tú a mí. Y pensé que algún
murmullo de esa clase, de los que se resistían a la farsa y relataban la verdad
—atenuado, discreto, soltado sólo en familia o en reuniones y cenas de amigos,
o en la intimidad aún mayor de la almohada—, sería lo que habría llegado
recientemente a los oídos de Muriel."
JAVIER
MARÍAS. Así empieza lo malo. Alfaguara. 2014.
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