La sociedad de clases sustituyó a la estamental, aunque el poder siguió estando en manos de la oligarquía, constituida por la vieja nobleza terrateniente y la nueva gran burguesía de negocios. La inexistencia de una revolución agraria y la débil industrialización hicieron que tanto la burguesía como el proletariado industrial fuera poco numerosos, predominando, por el contrario, el campesinado. Los pequeños propietarios constituían una débil clase media, mientras que las clases populares estaban formadas por arrendatarios y jornaleros en el campo, y trabajadores artesanos y de servicios en las ciudades. El proletariado industrial a penas alcanzaba a unas 150.000 personas a mediados de siglo, la mayoría concentrados en Barcelona.
Entre los campesinos, las desamortizaciones de Mendizábal (1836) y Madoz
(1855) no cumplieron las expectativas creadas, pues fueron los grandes propietarios y la burguesía urbana quienes pudieron adquirir las tierras en subasta. Estos nuevos propietarios endurecieron las condiciones de los contratos de arrendamiento, cuando no expulsaron a los arrendatarios, que fueron a engrosar el número de jornaleros. Esta mano de obra, abundante y barata, pues suponían algo más del 50% de la población agraria a mediados del siglo XIX, ascendiendo hasta el 75% en Andalucía occidental, no tenía ninguna capacidad de negociación para mejorar sus salarios. Si la desamortización de Mendizábal, al suprimir las órdenes religiosas, acababa con las instituciones benéficas, la de Madoz dejó a los municipios sin los terrenos comunales que servían de medio de subsistencia a los campesinos más pobres. El paro estacional que acosaba a los jornaleros hacía que estas familias vivieran siempre en el límite de la subsistencia, teniendo que recurrir en no pocas ocasiones a la misericordia de sus convecinos. No es de extrañar que, entre los jornaleros, el reparto de tierras se convirtiera en la reclamación fundamental, y que la ocupación violenta de fincas fuera su manera de practicar la “revolución” (casos de Utrera y El Arahal en 1857, Loja en 1861, etc.). Su radicalización se acentuó a partir del Sexenio Revolucionario, cuando el anarquismo se extendió por el campo andaluz.
Entre las clases populares urbanas, la aplicación de los principios económicos del liberalismo y la introducción del maquinismo supusieron un empeoramiento de las condiciones de vida de los trabajadores. La mecanización transformó a los artesanos en obreros no cualificados, de cuya abundancia se derivaban sus duras condiciones laborales, con jornadas de hasta 14 horas sin más descanso que el dominical y con la constante amenaza del paro. La ausencia de cualquier cobertura social, como seguros de enfermedad, jubilación o desempleo, hacía depender totalmente a los trabajadores de su capacidad de trabajo. El escaso salario hacía imprescindible, para completar la economía familiar, el trabajo infantil y femenino, aunque mujeres y niños cobrasen, como mucho, la mitad. Además, la libertad de precios, la eliminación de la cobertura gremial que supervisaba las condiciones de trabajo y la desaparición de las instituciones de asistencia social (gremiales y religiosas) aumentaron la inseguridad de los trabajadores, especialmente sensibles a las situaciones de crisis, cuando el paro dejaba en la indigencia a las familias trabajadoras.
No eran menos duras sus condiciones de vida, hacinados en barrios de crecimiento espontáneo, sin ningún servicio (suministro de agua, alcantarillado, etc.) ni condiciones higiénicas, mal alimentados, sus tasas de mortalidad, sobre todo infantil, eran muy superiores a las de las clases medias y altas, con una esperanza media de vida que rondaba los 20 años (casi la mitad que para las clases altas).
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