20/1/10

La industrialización en la literatura

El sábado por la mañana, Josep pasó la azada y cavó durante dos horas, (…) Sin embargo, dejó de trabajar cuando aún era pronto, pues ignoraba cuánto le iba a costar llegar a la fábrica textil en la que trabajaba Donat. Echó a andar por la carretera hacia Barcelona.

(…) Cuando llegaron al lugar en que se encontraba la fábrica textil, justo a las afueras de Barcelona, había pasado ya el mediodía. Sin embargo, como Josep había quedado en encontrarse con Donat a las cinco, siguió el camino con el señor Rivera hasta más allá de la población.

(…) Oyó el ruido de la fábrica antes de verla. Al principio, el rugido era como una marea lejana que llenaba sus oídos con un sonido quedo y ahogado que le provocaba una extraña e incómoda aprensión.

Donat lo abrazó, alegre y deseoso de mostrarle dónde trabajaba.

—Ven —le dijo.

La fábrica era un edificio grande de ladrillos rojos y lisos. En la entrada, el rugido era más insistente. Un hombre vestido con chaqueta negra de fina confección y chaleco gris miró a Donat.

—¡Tú! Hay una bala de lana estropeada cerca de los cardadores. Está podrida y no se puede usar. Deshazte de ella, por favor.

Josep sabía que su hermano llevaba trabajando desde las cuatro de la mañana, pero Donat asintió.

—Sí, señor Serna, yo me encargo de ella. Señor, ¿puedo presentarle a mi hermano, Josep Álvarez? He terminado ya mi turno y me disponía a enseñarle nuestra fábrica.

—Sí, sí, enséñasela, pero antes deshazte de la lana estropeada. Entonces, ¿tu hermano busca trabajo?

—No, señor —contestó Josep.

El hombre se alejó con desdén.

Donat se detuvo ante un contenedor lleno de lana sin procesar y enseñó a Josep a arrancar un fragmento y metérselo en la oreja.

—Es para protegernos del ruido.

A pesar de aquellos tapones, el sonido les estalló encima en cuanto pasaron por unas puertas. Entraron en una balconada que se asomaba a la amplia planta de cemento en la que infinitas hileras de máquinas generaban un pandemonio de chasquidos que rebotaban en la piel de Josep y le rellenaban todos los huecos del cuerpo. Donat le dio un golpecito en el brazo para llamar su atención.

—Hilanderas... y... telares —silabeó sin emitir sonido alguno—. Y... más cosas.

—¿Cuántas?

—¡Trescientas!

Guió a Josep y se sumergieron en aquel mar de ruidos. Donat fue explicando por gestos cómo los carreteros vertían el carbón directamente desde sus carretas en una tolva por la que descendía hasta las dos calderas, en las que cuatro fogoneros medio desnudos echaban paladas de combustible sin pausa para generar el vapor que mantenía en marcha el enorme motor de los telares. Por un pasillo enladrillado se llegaba a una sala en la que la lana cruda se sacaba de los fardos y se separaba en función de su calidad y la largura de su fibra —Donat especificó que la de fibra más larga era mejor—, antes de introducirse en unas mesas mecánicas que la agitaban para que el polvo cayera a un contenedor inferior por medio de una rejilla. Unas máquinas batidoras lavaban la lana y la encogían para que después las cardadoras estirasen la fibra y la preparasen para hilar. En la sala de cardadoras, Donat tocó el brazo de un amigo y le sonrió.

—Mi... hermano.

Su compañero sonrió a Josep y le estrechó la mano. Luego se tocó la cara y se dio la vuelta. Josep tardó poco en descubrir que era una señal entre los trabajadores, y significaba que había algún jefe mirando. Vio al vigilante —sentado tras una mesa en una pequeña plataforma elevada en el centro de la sala—, que los miraba fijamente. A su lado, un cartel grande proclamaba:

¡Trabaja en silencio!

¡Si hablas, tu trabajo no saldrá perfecto!

Donat lo sacó enseguida de aquella sala. Siguieron el mismo camino que la lana a través de los muchos procesos que llevaban del hilado de carretes al tejido y teñido de la tela. Josep estaba mareado por el ruido y la combinación de hedores de lana cruda, grasa de los motores y lámparas de carbón, más el sudor de un millar de trabajadores en acción. Mientras Donat le instaba con orgullo a acariciar los rodillos ya terminados de telas de ricos colores, Josep estaba temblando, dispuesto a hacer y decir cualquier cosa que le permitiera abandonar aquel incesante chillido combinado de maquinarias.

Ayudó a Donat a deshacerse del fardo de lana podrida en un vertedero detrás de la fábrica. El sonido de las máquinas continuaba, pero agradeció haberse alejado.

(…) Donat y Rosa vivían en el conglomerado de viviendas de la fábrica, en una de las llamadas «casas baratas» que los trabajadores alquilaban por poco dinero a la compañía. Una de las muchas idénticas, ordenadas en hileras. Cada una tenía dos habitaciones minúsculas —un dormitorio y una mezcla de cocina y sala de estar—, y compartía un retrete exterior con el vecino.

(…) Donat volvió pronto con comida y bebida.

—He ido a la tienda de la compañía. También tenemos iglesia y sacerdote. Y un colegio para los niños. Ya ves, aquí tenemos todo lo que necesitamos. No nos hace falta salir. —Dispuso la carne adobada, las ensaladas, el bacalao, el pan y las olivas. Josep comprobó que debía de haberse gastado buena parte del primer pago en comida—. He comprado coñac y vinagre hecho por aquella gente que solía comprarle el vino a padre. ¡Puede que esta misma botella se hiciera con sus uvas!

Donat bebió un buen trago de coñac. Pese a estar en casa, parecía incapaz de dejar de hablar del trabajo.

—Esto es un mundo nuevo. Los trabajadores de esta fábrica vienen de toda España. Muchos han llegado del sur porque allí no hay trabajo. Otros vieron sus vidas truncadas por la locura de la guerra: casas arruinadas por los carlistas, cultivos quemados, comida robada por los soldados, hijos muertos de hambre. Aquí encuentran un nuevo principio, un buen futuro para ellos y para mí con todas estas máquinas. ¿No te parecen maravillosas?

—Sí, lo son —afirmó Josep, aunque vacilante, pues a él las máquinas lo intimidaban.

—Seré sólo un aprendiz hasta que lleve dos años en la fábrica y luego me convertiré en tejedor. —Donat admitió que la vida no resultaba fácil para los trabajadores—. Las normas son duras. Hay que ser prudente y pasar el tiempo necesario en el retrete. No tenemos pausa para comer, así que yo me llevo un pedazo de queso o algo de carne en el bolsillo y me lo como mientras trabajo. —Explicó que la fábrica funcionaba las veinticuatro horas, con dos largos turnos—. Sólo se detiene los domingos, para reparar y engrasar las máquinas. A eso me gustaría dedicarme algún día.

Noah Gordon. La Bodega. 2007. Roca Editorial. pp. 59-65

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